• Fecha: Martes, 04 Mayo 2010

La ganadora del concurso de relato corto RR, patrocinado por la editorial Valery y que se lleva 150 € de premio es:

Laura Fernández Esparza

A continuación puedes leer el relato ganador:

 
Es otoño y llueve, relato de Laura Fernández.

Es otoño y llueve.

Estoy en una playa desierta, de pie bajo un cielo gris y frente a un mar embravecido. Contemplándola.

A ella.

Tiene los pies hundidos en la arena. Su cuerpo se dibuja nítidamente a través de la tela mojada de su vestido rojo y su rostro se alza orgulloso hacia la tormenta.

—¿Sabes que las gotas de lluvia se producen cuando el vapor de agua de las nubes se condensa? —le pregunto.

Ella no responde. Extiende los brazos con las palmas de las manos hacia arriba y se ofrece como un sacrificio al poder de los elementos, empapándose por completo.

—¿Sabes que las gotas de lluvia tienen al menos medio milímetro de diámetro y caen sobre la tierra a una velocidad superior a tres metros por segundo? —insisto.

De nuevo me ignora. Separa los labios y deja que el agua penetre en su boca, humedeciendo su lengua. Pienso que así debe de ser como los dioses beben el néctar de la vida eterna.

—¿Sabes que las gotas de lluvia no tienen forma de lágrima sino de esfera achatada?

Mi pregunta se pierde en el viento. Ella comienza a dar vueltas, a girar sobre sí misma, mientras ríe y, a su alrededor, ondean su falda y su larga melena castaña.

De pronto se detiene. Sus ojos perforan el espacio que nos separa y se clavan en mis ojos.

No puedo respirar cuando me mira.

Sé que el aire penetra a través de mis fosas nasales, desciende por mi tráquea e infla mis pulmones. Y sé que cuando los alveolos han absorbido el oxígeno, sale de mi cuerpo recorriendo el camino inverso.
Pero yo no puedo respirar cuando ella me mira.

Lentamente se acerca hasta mí. Paso a paso el miedo en mi interior crece y crece hasta que lo único que deseo es retroceder, abandonar, huir. Y entonces habla y su voz me ata a la tierra. Su voz me ata a ella.

—Cállate, chico del tiempo, y bésame.

Pero son sus labios los que rozan los míos; es su lengua la que invade mi boca; son sus brazos los que rodean mi cuello y sus dedos los que se pierden en mi pelo. Y es ella la que nos hace caer al suelo y la que se yergue hermosa sobre mis caderas.
Ella es la que se desnuda. Ella es la que me desnuda.

Y es ella la que me arrebata la virginidad al introducirme en su cuerpo con un gemido que sabe a victoria. Y no soy yo sino ella quien con cada caricia nos empuja al infinito, mientras miles de gotas de lluvia que no tienen forma de lágrima resbalan sobre nosotros fundiéndonos bajo una sola piel.

Cuando el final nos alcanza como un rayo en mitad de la tormenta se tiende sobre mí y me susurra:

—Nunca olvidaré este día.

No.

Soy yo quien lo recordará eternamente. Aunque deba renunciar a todo cuanto he aprendido para dejarle espacio en mi memoria.

—¿Sabes que un hombre de veintiséis años sano puede tener una nueva erección en apenas unos minutos?

No sé si la pregunta es mía o es suya, pero ella sonríe y se pone en pie. Desnuda se enfrenta al mar. Y extiende los brazos y alza el rostro y bebe el agua de lluvia y gira sobre sí misma mientras su risa queda impresa en mis oídos, en el horizonte, en la arena.

Y entonces desaparece.

Ella, la playa, la lluvia, la magia.

El recuerdo.

Estoy solo en un vacío blanco y oigo una voz que me dice:

—¿Ha dormido bien, don Julián?

Abro los ojos y una mujer que no es ella me dedica una sonrisa. Lleva pantalones y camisa rosa y una expresión amable prendida en el rostro. No consigue arrancarme una respuesta.

Coloca la bandeja del desayuno sobre una mesita con ruedas y la acerca hasta mi cama.

—Coma un poco, por favor. Hágalo por mí. Si no se alimenta usted mismo lo harán por vía nasogástrica y será desagradable.

Miro la comida y después a la mujer que no es ella. Imagino un tubo de poliuretano introduciéndose por mi nariz, reptando por el esófago, alcanzando mi estómago. Esa joven cree que me importa. Pero se equivoca.

Cierro los ojos de nuevo.

Y el mundo, ése en el que las paredes son verdes y las mujeres visten de rosa; ése en el que me sirven la comida en la cama y me lavan manos extrañas y me acompañan voces que gritan de dolor; ese mundo en el que hace años que ella no existe y en el que yo soy un viejo inútil; ese mundo que ya no es mi mundo desaparece.

Y vuelvo a estar en mi vacío blanco. Y me apresuro a recorrer todas las habitaciones de mi memoria, abriendo puertas y ventanas. Traspasando muros de hormigón. Laberintos irresolubles. Buceando en océanos de fórmulas y ecuaciones. Y lo encuentro.

Mi recuerdo.

La playa, el cielo gris, el mar embravecido.

Ella.

Y vuelve a ser otoño y llueve.

 

Advertencia:

Este relato no puede reproducirse en ninguna parte sin el consentimiento de su autora Laura Fernández.

 

 

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